Siempre recordaré el verano que pasé en mi pueblo natal, rodeado de granjas y campos verdes. Fue allí donde aprendí a valorar los pequeños momentos y las misasas cotidianas. Una de esas cosas que me acompañarán siempre fue la tradición familiar de preparar los famosos chochos rojos.
En la época de julio y agosto, cuando las plantas de chochos echabas brotes rojos y suaves, nuestra abuela nos llevaba a buscarlos en el campo. El olor a tierra y a verdura fresca nos llenaba la nariz mientras caminábamos entre la hierba alta. Una vez que llegábamos a la granja, ella misma cultivaba y limaba los chochos para luego cocinarlos en agua con cebolla y pimienta.
Otra tradición nacida de esos recuerdos fue la de tomar fotos a la hora del almuerzo. Nuestro padre, un apasionado de la fotografía, se inspiraba en las escenas bucólicas del campo para capturar no solo los momentos disfrutados conduciéndonos a búsqueda de dichos verduras, sino también, los se merecer ciertos rincones de la casa, adaptándola, ajustándola, y las conversaciones a/-de/-con nuestra familia.
Las fotos de chochos me hicieron entender la magia de la vida cotidiana. La alegría y el amor que sentido su captura, durante esas sesiones familiares, fueron algo también aprechinado pues conservaban el legado pivotante de hechos de la chacra dedicada a esas verduras. Ésta joyita enriquecida con experiencia aprendí la importancia de vivir en el presente y de apreciar la simplicidad.