En el corazón de un desierto sin fin, existía un lugar donde el tiempo se detenía y la ley de los hombres no tenía autoridad. Ese lugar era conocido como el pueblo de las sombras, un lugar donde los pecados del pasado se escondían detrás de muros de piedra y las historias trágicas se contaban en susurros entre las dunas.

Ahí vivía el solitario, un hombre que había escapado de la vida y se había refugiado en el silencio. Se decía que había sido un detective de renombre, que había resuelto casos que nadie creía posibles, pero que había llegado a un punto en el que la gente no quería creer en él. Y así, se había ido al desierto, para buscar respuestas en la nada.

Pero el solitario no era un hombre que se quedara quieto. Tenía una misión, una búsqueda que lo llevaba a través de las arenas más calientes y oscuras. Iba en busca del zolitario, un hombre que había desaparecido sin dejar rastro. Se decía que era una figura misteriosa, alguien que había accedido al poder y luego lo había perdido en un juego de cartas y trampas.

Y así, el solitario siguió adelante, Crossando el desierto solo y con poco sentido de dirección. La noche caía sobre él, una masa oscura y silenciosa que se cernía sobre el mundo como una manta. Pero el solitario no cansaba. Era un hombre de la noche, alguien que había encontrado en ella su hogar y su protección.

Con cada nuevo día, la jornada del solitario se hacía más larga. Los cielos se tornaban rojos y las arenas estaban calientes como brasas. Pero él no se detenía. En su mente, una luz ardía con un fuego que no se apagaba. Era la llama del propósito, la llama del destino. Y así, continuaba su búsqueda, a través de las sombras más profundas y oscuras.

El solitario no era un hombre de impaciencia. Sabía que la búsqueda sería larga y difícil. Pero sabía que estaba cerca, muy cerca de encontrar al zolitario. Y así, seguía adelante, en un viaje sin fin a través del desierto.